Comentario
Los bizantinos medievales, profundamente religiosos, creían que, en la elección de la que sería su capital, Constantino había sido guiado por la inspiración divina. Quizá tenían en la memoria los escritos de Eusebio de Cesarea o recordaban algunas imágenes, como la que en el vestíbulo del nártex de Santa Sofía mostraba a la Virgen entronizada a la que Constantino le ofrece la ciudad y Justiniano la Gran Iglesia, recordando a todos los que accediesen al templo por el costado sur, que Constantinopla estaba bajo la protección de la Madre de Dios.
Sea cierto o no, el carácter ambivalente de su trayectoria permite ponerlo en duda, el caso es que la elección no pudo ser más acertada: ningún otro lugar era tan fácilmente defendible, ni reunía las condiciones adecuadas para diseñar una administración centralizada y un comercio floreciente; ninguno presentaba tales posibilidades de desarrollo. Clave del control de los mares Negro y Egeo, paso obligado entre Europa y Asia, estaba destinada a ser envidiada por todos. Y si no tenemos en cuenta el intervalo latino, resistió victoriosamente los asedios y asaltos de sus enemigos más encarnizados durante más de mil años. En las primeras horas del 30 de mayo de 1453, Mahomet II, una vez atravesado el hipódromo, entraba a caballo en Santa Sofía que fue transformada en mezquita; el viernes siguiente, desde el púlpito, el imán hizo profesión de fe musulmana en presencia del nuevo conquistador. Constantinopla iniciaba así una nueva etapa en su brillante historia.